Eran
las 5 de la tarde. Los rayos del sol se colaban por entre las hojas de los
árboles de aquel viejo parque, testigo de sus vidas. Ella aún no llegaba. No sabía si lo haría. Los segundos se le hacían eternos, mientras
la brisa mecía las hojas de las flores que finalmente se había decidido a
comprar.
Habían pasado tanto tiempo en ese
parque. Ahí se conocieron. Sus miradas se
cruzaron cuando iban trotando y ella le regalo una de sus sonrisas. Se sintió
bien acercársele y entablar una conversación con ella. Nunca se hubiese
atrevido si no le hubiera sonreído, pero lo había hecho. Y desde ese día nunca se separaron. Nunca hasta ese año, cuando ella se puso a
pololear. Se alejó de ella. Pasaron
meses sin hablarse. Meses en que evitó
pensar en ella. No contestó sus llamadas, ni correos. Y trató borrarla, refugiándose
en otra. Bebiendo de su boca elixir de
olvido.
Y fue así hasta ese día, ese en que por
error escucho su mensaje. La tristeza en su voz fue su perdición. Los momentos
llegaron en tropel. Los recuerdos uno a uno se colaron en su mente. La infusión
de besos no borraba su imagen.
Levantó la vista. Siempre sabía cuándo ella
estaba. Era un hecho innegable. Ella lo atraía como la luz a las polillas. Lo encandilaba cada vez que sonreía. Y aun
así, nunca se atrevió a decirle.
Se puso de pie.
Ella lo vio y sonrió.
Caminó hasta ella y la besó.
La brisa juguetona, meció las hojas de las
flores. Ellos no lo notaron. No existía
el tiempo ni el espacio en ese momento. Sólo ellos.
La Luna al verlos sonrió.
La Luna al verlos sonrió.
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