Entro de prisa al pabellón, no quiero llegar atrasada y perder mi hora.
Me siento en la sala de espera y comienzo a eso mismo. Pasa el tiempo, segundo
tras segundo consecutivamente, miro el
reloj, y veo como las manecillas se mueven lentamente. Cuento hasta sesenta,
hasta completar un minuto; y luego cuento
hacia atrás, engañando a mi mente para que la espera no se me haga tan lenta.
Pero el tiempo no pasa, se detuvo en el instante en que arribé a este lugar. Las
caras se suceden una a una. Todas cabizbajas,
sombrías, borrosas ante mis ojos. Pinceladas goyanas en tonos rosigrises,
entre muros blancos con olor a cloro. Se asoma tras la puerta una mujer de
azul. —Cincuenta y uno —. Entra alguien.
Aún no es mi turno. Once treinta me dijeron estuviera. Ha pasado media hora y
aún no pasa nada. Me distraigo con el móvil ¿quién habrá ganado el Oscar? Diez
minutos más. —cincuenta y siete —. Dice la mujer apenas abriendo la puerta.
¿Para qué me dieron una hora? ...Doce diez, saludan al hombre que está sentado
junto a mí y lo hacen pasar. Grrrr, pero si llegó más tarde que yo. ¿Alguien
sabrá cómo funciona el sistema? Se abre la puerta, golpean a la puerta de junto, y sale un
uniforme blanco que pasa delante de mis
ojos y entra a la pieza a la que tanto deseo ingresar. Pasan más segundos. Vuelvo
a mirar el reloj. Ha pasado todo un minuto. Junto a mí, un móvil al que llega uno y otro mensaje. La señora de al
frente golpetea con sus uñas la silla donde está sentada. El viento se cuela por
la puerta que está abierta. Otro minuto. Hacen pasar a la mujer de más allá. Suspiro
mientras miro la hora. Dos minutos. El
médico se sacó el delantal y camina hacia la salida. Treinta segundos más, la
puerta vuelve a abrirse, sale otro paciente.
Se vuelve a atrancar el ingreso a este sector, un hombre pelea con
ella, para poder entrar, la señora de
junto se para y ayuda, tiene una maña, explica, debe apretarla y levantarla de
aquí. Entra una señora con guagua. —don Mario —. Pregunta la enfermera. Todos
nos miramos. No ha llegado. Número
58. Entra la señora del tamborileo. Miro la hora doce veintiséis. Vuelven a
llamar a don Mario. Nadie se Mueve. Miro
el móvil, un mensaje de voz. Lo borro ¿Quién los escucha? Aprovecho y miro la
hora doce treinta y uno. Dicen mi nombre. Tomo mis cosas y entro apresurada,
desabrocho mi pantalón, subo a la camilla, bajo un poco mis pantis. Con cuidado quitan el parche que cubre mi
ombligo. Ponen un líquido adentro.
—veinte minutos —. Debo esperar.
Recuerdo un viejo dicho sureño, y me rio mientras los segundos pasan uno
a uno. “El que se apura pierde el
tiempo”.