lunes, 24 de febrero de 2020

LOS SEGUNDOS


Entro de prisa al pabellón,  no quiero llegar atrasada y perder mi hora. Me siento en la sala de espera y comienzo a eso mismo. Pasa el tiempo, segundo tras segundo consecutivamente,  miro el reloj, y veo como las manecillas se mueven lentamente. Cuento hasta sesenta, hasta completar un minuto;  y luego cuento hacia atrás, engañando a mi mente para que la espera no se me haga tan lenta. Pero el tiempo no pasa, se detuvo en el instante en que arribé a este lugar. Las caras se suceden una a una. Todas cabizbajas,  sombrías, borrosas ante mis ojos. Pinceladas goyanas en tonos rosigrises, entre muros blancos con olor a cloro. Se asoma tras la puerta una mujer de azul. —Cincuenta y uno —.  Entra alguien. Aún no es mi turno. Once treinta me dijeron estuviera. Ha pasado media hora y aún no pasa nada. Me distraigo con el móvil ¿quién habrá ganado el Oscar? Diez minutos más. —cincuenta y siete —. Dice la mujer apenas abriendo la puerta. ¿Para qué me dieron una hora? ...Doce diez, saludan al hombre que está sentado junto a mí y lo hacen pasar. Grrrr, pero si llegó más tarde que yo. ¿Alguien sabrá cómo funciona el sistema? Se abre la puerta,  golpean a la puerta de junto, y sale un uniforme blanco que  pasa delante de mis ojos y entra a la pieza a la que tanto deseo ingresar. Pasan más segundos. Vuelvo a mirar el reloj. Ha pasado todo un minuto. Junto a mí, un móvil al que  llega uno y otro mensaje. La señora de al frente golpetea con sus uñas la silla donde está sentada. El viento se cuela por la puerta que está abierta. Otro minuto. Hacen pasar a la mujer de más allá. Suspiro mientras miro la hora.  Dos minutos. El médico se sacó el delantal y camina hacia la salida. Treinta segundos más, la puerta vuelve a abrirse, sale otro paciente.  Se vuelve a atrancar el ingreso a este sector, un hombre pelea con ella,  para poder entrar, la señora de junto se para y ayuda, tiene una maña, explica, debe apretarla y levantarla de aquí. Entra una señora con guagua. —don Mario —. Pregunta la enfermera. Todos nos miramos. No ha llegado.  Número 58.  Entra la señora del tamborileo.  Miro la hora doce veintiséis. Vuelven a llamar a don Mario.  Nadie se Mueve. Miro el móvil, un mensaje de voz. Lo borro ¿Quién los escucha? Aprovecho y miro la hora doce treinta y uno. Dicen mi nombre. Tomo mis cosas y entro apresurada, desabrocho mi pantalón, subo a la camilla, bajo un poco mis pantis.  Con cuidado quitan el parche que cubre mi ombligo.  Ponen un líquido adentro. —veinte minutos —. Debo esperar.  Recuerdo un viejo dicho sureño, y me rio mientras los segundos pasan uno a uno.  “El que se apura pierde el tiempo”.