Hombres,
inadaptados
gobernantes de la tierra
casta
privilegiada de todos los animales.
Señores del
ocaso de este mundo.
Seres viles,
perros
sarnosos incapaces de hacer nada.
Meros observadores
de una realidad inalterable
que se cierne
sobre nosotros, doblegándonos ante el dolor.
Cuan ínfimos
somos.
Despojos que
se pudren en la tierra fecunda
cuando el
reflejo de la luna se apaga en nuestros oscuros ojos.
Demasiado
pequeños para encontrar la realidad por nosotros mismos,
enajenados por
los rayos del sol de nuestro ego.
Siempre a
tientas en las tinieblas del conocimiento
que se yergue
lejano en la inmensidad de los días.
Cegados por la
vanidad de nuestros cuerpos febriles,
disfrutando la
dorada plenitud de primaveras en flor
ensimismados
en los propios logros,
atendemos a
vicios, a los placeres de la vida
que nos llaman
a sentarnos en sus lomos, confiados,
en un viaje
sin retorno a una tierra maldita.
Prestamos oído
a voces que adulan,
susurros
demoníacos a la vanidad arrebolada,
mezquindad de
pensamientos.
¡Oh! Rareza de
vivir
Mis logros
exalten con pompas,
¡Celebrad mi
divina belleza!
Corazón
reseco,
alma doliente
que ocultas tu llanto entre falsas sonrisas,
con máscara
veneciana escondes tu alma desolada,
sumergiéndote
en la oscuridad de la noche
que te pudre
en la miseria verde parduzco
olor a azufre
y cal,
que te llama
por tu nombre.
Cerebros corroídos,
criaturas obscenas, inescrupulosas,
cegadas por el
amor a sí mismos.
Hombres,
vanas
criaturas,
opacados por
el mar del deseo
inmensidad
inequívoca del fin que nos espera.
¡Rompe el
cascarón!
¡Abre los ojos
a la vida!
Mira más allá
de tú simple existencia,
escucha el
murmullo de la tierra desgarrada.
La realidad de
un mundo que ahogamos
en un
sangriento futuro con el peso de nuestra existencia.
¡Se valiente,
sal de la muralla!
Escucha la voz
que desea revelarse,
oro profundo
de los cimientos de la tierra.
¡Libérate!
¡VIVE!
¡Deja el
excremento en el cual estas sumido!